LILIANA LOREDO CARRILLO
Liliana Loredo: Memoria de Piel
María Teresa Palau
La actitud objetiva no ha podido realizarse jamás,
donde la seducción primera es tan definitiva que inclusodeforma a los espíritus más rectos,
conduciéndoles siempre al poético redil donde los sueños reemplazan al pensamiento
y donde los poemas ocultan a los teoremas.
Gaston Bachelard
Psicoanálisis del fuego
1965
Liliana Loredo dibuja con la intención de plasmar el rostro y el cuerpo humano, sin distinciones de género: le interesa la belleza. Pero esto no es habitual. Siempre hay alguna otra intención, algo que probablemente no está en algún lugar de la conciencia del artista sino entre la claridad y el misterio y acontece sin percatarnos; sólo se hace evidente cuando produce una experiencia, una emoción estética.
El arte es un misterio y un acontecimiento desplegado en el tiempo, pero también una teoría de la vida, que exige dejar cualquier definición que se interponga entre el creador, sus vivencias y su obra. La finalidad del ser humano no es hacer arte, sino vivir y la vida tiende a englobar al arte y a introducirnos en el placer o el dolor de la experiencia estética. Hay una sensualidad muy refinada presente en cada figura, como huella emocional o física, recuerdos que se instalan como imágenes en la memoria, si somos capaces de permanecer inmersos en la profundidad de la vivencia.
Heridas y caricias habitan la piel como cicatrices y tatuajes. Hay un surgimiento del cuerpo que se muestra y se vacía hasta convertirse en un testimonio esencial. Una confrontación entre lo artificial y lo natural que se revela como una caricia convertida en expresión estética. Hay una especie de obsesión por las huellas corporales y la estética del cuerpo, que producen una tensión entre el placer y la finitud. Es algo así como la síntesis entre la sensualidad y su recuerdo; una especie de sublimación del juego del amor. Una decisión de internarse en lo inseguro a través de lo que acontece en el cuerpo, en la piel. El recuerdo de una caricia, de una herida, una cicatriz que se instala en la imagen, inmersa en la profundidad de quien tiene la necesidad de sobrevivir al tiempo y de enfrentarnos, de cuestionarnos, no sólo en lo artístico, sino también en su forma de expresar la experiencia de vivir.
Cada forma es más suave, cada línea más inesperada y cada instante más complejo, porque se confunden la realidad y la imaginación en la memoria y nos transporta a una bandada de recuerdos. La impresión original, el recuerdo ya quedó impreso y ahora se encierra en la gran severidad de la belleza, mientras en el filo de la imaginación, la emoción recuperada va cayendo en el horizonte de un lugar extraño.
En el cuerpo que reposa, hay una relación original, elevada a la categoría espiritual. Hay una construcción precisa, una especie de instrumento que intenta también extenderse en la mente del espectador hacia la reflexión. Hay un movimiento potencial hacia el límite, en la medida en que puede haberlo realmente, un equilibrio en el movimiento, como una agrupación interna de máxima movilidad, como una caricia que se adentra y se retira, se muestra y retrae en un acontecimiento y gracias a él, evidencia y misterio se reúnen, se distinguen y se alejan. Una capa simbólica que deja entrever el eros con un sistema de pantallas que separan el deseo de su representación. Hay una sensibilidad artística que muestra la sensualidad como un hecho estético, que no es posible leer a partir de lo habitual, porque pertenece al misterio de la emoción personal. Se deshace el nudo emocional y el proceso continúa. Hay honestidad para mostrar la unidad de la piel con el cuerpo, la luz con la sombra, la textura con la forma, mientras reflexiona sobre la estructura interna de la composición. Está allí para aprisionar las ideas, para elevar todas las líneas con las que trazará la geografía del cuerpo. Se consolida la recepción porque se acentúa lo racional durante el proceso previo a la ejecución, altera la relación entre el dibujo y el espectador, busca su participación para interesarlo por la reflexión sobre la naturaleza del acto de crear en libertad, llegar a su conciencia. Esta cualidad reside en esa sensibilidad tan refinada, como una alternativa entre la claridad y el misterio, entre el placer y el amor, lo bello y lo bueno, que son los nombres de los valores.
Hay también un esfuerzo, cada vez más a fondo, por el desarrollo de las habilidades para conseguir el dominio, la calidad en la factura. El arte de Liliana Loredo es feliz y se nota en el constante deambular en la superficie, en la forma abierta, vital, llena de sentimientos, de emociones y de imaginación. Pero su trazo no es vagabundo, es firme y verdadero, hay ficción y una apuesta arriesgada y fascinante, un viaje, una aventura.
Hay algo que no está claro. Por mucho que cuestionemos por la relevancia de las definiciones, de nuestros juicios, creo que estamos tomando por adelantado la creación artística como algo ya dado. Una vez más, el círculo se cierra y el arte ajeno nos deja perplejos. En la obra está presente la persona del artista, en su negación o restricción.
Para comprender su obra completamente, sería necesario aislarla de toda relación con aquello diferente a ella misma y ocurre que la lectura de la piel transformada en superficie testimonial de la emoción es la unidad de una multiplicidad de sensaciones que acontece en los sentidos y se transforma para meditar sobre su origen y esto, es una pretensión desmedida. Tal vez la emoción estética es un hecho fortuito.
San Luis Potosí, mayo, 2012.